I
Sucedió en una comarca feliz de Imbabura,
en la aldea llamada Santa María, en donde se deslizó como las aguas dulces de
un torrente, un amor campesino.
Era una aldea silenciosa, adornada con
fondo musical y melodioso de la vida que transcurre en la rutina diaria del
trabajo; altivo sonreír del campesino. Vivían aquí, alrededor de unas ochenta
familias de ascendencia aborigen, por lo que conservaban costumbres típicas y
comunes, tradiciones regionales y hasta un lenguaje de cierta tonalidad en su
expresión, conformado por un gracioso quichuismo.
La población se extendía hacia el S.E. de
Caranqui, gozaba de callecitas angostas y sombrías, cubiertas de crises
arenales polvorientas en verano y de pardos lodazales en invierno. Una plaza,
la principal, y propiamente un potrero al descubierto, lleno de hierbas, donde
pasan públicamente asnos y ovejas. Casitas solariegas, místicamente poéticas,
ubicadas a ciertos metros de intervalo y cada una, con alguna porción de
tierras de labranza, blancas las unas y grises con un color natural de tierra
las otras. Una escuela con banquitas de barro y sin más higiene para los niños
que la del «campo libre». La casa parroquial, inhabitada porque estaba a cargo
del mismo Párroco de Caranqui y la Iglesia de torres medianamente altas, sin
más rasgo artístico que la de ser puntiagudas.
A los costados de la población se extendían
enormemente amplias las tierras de labranza y hacia el N.E., la hacienda de don
Agustín Lozano, acaudalado «pastuso», y cuyos familiares eran «cacharreros» de
Popayán a Quito.
En una tarde polvorienta, llegaban a sus
hogares los pastores con sus rebaños y sus perritos «choco», los labradores con
el arado al hombre y con sus mustios y cansados bueyes uncidos al yugo;
llegaban las señoras de la aldea, unas guapas cholas con leños sobre sus espaldas, para la «tulpa», que
traían desde el monte y un poco de hierba para los cuyes sobre sus brazos; y,
al último de cada grupo campesino, la «guagua» o el guagua que da lo mismo,
viene sobre las espaldas de la hermana mayor, porque en la pobreza del campo no
existiendo muñecas dormilonas para las hijas hembras, aprenden a jugar con el
entretenimiento de los hermanos pequeños.
Así, todos, envueltos en una crepuscular
algarabía, llegan, levantando las polvaredas de los caminos, dejadas por los
fuertes soles de agosto y septiembre.
La tarde iba cayendo en el ocaso, los rayos
del sol perdonase angustiosos detrás de la muralla incólume que forma el Cota
cachi; el cielo se cubría de armoniosas coloraciones violeta y rosa, las aves
se retiraban entumidas de los ebrios y aun el torrente, se dejaba oír rumoroso,
bajo el céfiro de los últimos destellos de la tarde que moría. Todo el paisaje
blando de la aldea iba tornándose poco a poco, en el místico monasterio de la
noche.
En la hora en que ya comenzaban a desfilar
las espirales de humo de las chimeneas de las casas, el gallo de la casa de
Joaquín Imbaquingo, todas las tardes
desde una rama alta del árbol de higuerilla en el que dormía , aleteando
fuertemente emitía un gallardo canto. Pero esta tarde, hizo ciertos gargareas,
como los que hacen los gallos cuando se encuentran aterrados ante el peligro de
que el gavilán se robe a sus pollitos.
En el corredor de la casa, Joaquín, un
anciano abrumado por el peso de los años, alto, fornido, con un rostro que
reflejaba la expresión amable de la vida, con las piernas extendidas, torcía
unas pequeñas sogas, alzando la tez y frunciendo el ceño, con una mirada
desafiante y una cierta quietud dijo:
- He ¡...Mira ¡ ya ha salido la orgullosa
(dijo una de ellas; atentas las miradas, que no alcanzan a mirar sino en un
cincuenta por ciento de lo normal)
- Pero cómo?...No está nada? - contesto
otra-
- Que no està nada...y que quieres que
esté? -
- Preñada pues ¡-
- Uhh ¡...Claro pues hija...No ves que
estos puendos del Sur tienen remedios de cayapas hasta para abortar? -
La Bolsicona escucho todo el diálogo, pero
silenciosa, siguió respirando el aire polvoriento del camino.
Una vez llegada a la Iglesia, hizo el gesto
del publicano, se arrodilló en uno de los rincones del templo.
Llegó el momento del Sermón y:
- Amadísimos hnos., en nuestro Señor
Jesucristo. Este día es de recordación para los hombres de lo efímera que es la
vida y de lo insignificante que es este cuerpo en esta trayectoria feliz o
desgraciada que se llama vida; vosotros Hnos. míos vivís una vida de sosiego,
de trabajo cotidiano, una vida de preocupación...etc. etc....Pero me preocupa
Hnos. míos el cambio que en esta parroquia se está experimentando, un cambio en
la manera cristiana de los pobladores;
se roba el sustento de los hijos; se quita el honor de las familias; se atenta
contra la tranquilidad de los prójimos etc.etc...Ayer nomás hacía referencia a
lo grave que es y a las funestas consecuencias
que trae a los hogares, la incomprensión de los hombres, pero el pecado
es fácil de cometerlo y es difícil de repararlo etc.etc...(Hablaba, hablaba el
Sacerdote y los fieles comenzaron distraerse y a no atender las explicaciones y
razonamientos del orador; de acuerdo al principio que «hay que oír mucho para
no entender nada», los fieles notoriamente fatigados fueron vencidos por el
sueño)...Hay Hnos. míos de las almas acorazadas con el hierro del vicio, del
pecado, de la corrupción de las costumbres, del deseo ardiente de lo humano,
del amor de lo profano...etc.etc...(El fin, habló tanto blablablabla, que se escuchó de entre
los fieles, el «ronquido» de alguna anciana que se dormía mal acomodada)
Diremos que de lo mucho que habló casi
nadie le atendieron, peor le entendieron.
El anciano Sacerdote, comprendió la
situación de los fieles, vio que dormían mientras él se desgañitaba hablando
buenamente, entonces sacando el pañuelo estornudó con fuerza, para ver si de
esa manera salían del insomnio en que se encontraban todos, no alcanzando lo
que pretendía con os estornudos, guardó silencio, y, se quedó profundamente
callado, los aldeanos movieron las cabezas como tratando de reincorporarse;
entonces, dijo gritando:
- Helo
ahí¡¡...crucificado¡¡...aparentemente conforme
en el suplicio de su cruz...Y los
hombres?...Hay¡¡ los hombres¡¡...como bestias se encuentran dormitando la
felicidad de sus necesidades corporales; después del sueño apetecido en este
mismo lugar consagrado al culto del señor, tendréis hambre y buscaréis que
comer...No, Hnos. míos evitemos las
sendas del mal y busquemos solamente los senderos del bien y su justicia...Pero
yo sé, que aquí, en esta parroquia, en este reducido número de cristianos, se
reclina en el altar de la impureza, se arrastra en el vicio, se hace la entrega
miserable del cuerpo por la satisfacción del instinto, se fomenta el pecado y
se vive en el fango del mismísimo
adulterio¡¡¡.....Y para colmo de males organizan esta clase de desmanes, gentes
ajenas a las de origen cristiano de esta parroquia.
En este instante, la Bolsicona se vio
recluida en la observación de todas las miradas concentradas sobre la humildad
de su persona. Pero, no perdía aún la perspicacia de su inteligencia y pensó
para sus adentros: ( Saldré inmediatamente de este lugar, puesto que si me
detengo un instante más, daré lugar a que me observen con mayor detenimiento, y se prometió para sí, no ir
nunca más a la Iglesia, mientras esté de párroco el cura ese). El cura, no tenía el mea-culpa de sus
frases porque lo hizo, informado únicamente y exigido diremos, por la caterva
de cotorras (las viejas) del pueblo en contra de la Bolsicona...Cuando ya
estuvo en la seguridad de su casa, reclinó la cabeza sobre el pecho y sobre su
propia incomprensión, lloró una vez más su mala suerte.
- Hay...gallo pendejo...siempre a las seis
de la tarde, con tus gargareos, haces creer que le miras al diablo...vendrás
con tus lisonjas brutas...Oís Florinda...Que será? de nuestra lolita, no
llega?...Me muero la mujer ya es madura pero no pasque le entra la
razón...Mmmmm?, hasta cuando también se lidiará con esta mujerona que Dios nos
ha dado no Florindita?...
En el mismo instante, en que Joaquín hacía
esta preguntas, «Lolita» la «donosa», como le decían sus admiradores venía
desde Caranqui, con una canasta de pan de maíz sobre sus hombros y con un
hermoso chal verde sobre su caballera, su atuendo
se componía por un bolsicón y una camisa de ornamentación arabesca. Sobre la
camisa se colocaba un chal y un rebozo. Un elemento característico son los
bolsillos que porta su bolsicón. Los tejidos eran de bayeta, satén, algodón
franela o terciopelo, predominando los vivos colores primarios que resaltan al
ser contrapuestos con el blanco de la blusa y las enaguas. Entre sus accesorios
se destacan los aretes, collares, gargantillas, anillos, tocados con cintas en
la cabeza y brazaletes -especialmente- de cuentas de color rojo. Sobresale su
pierna bien torneada, los pies desnudos son tan rosados y tan delicadamente
modelados, con sus trenzas largas y cuidadas con infinidad de cosméticos.
Esta mujer alta, y agradable,
propiamente era una bolsicona. Vino a radicarse en el Norte, desde uno de los
pueblos del Sur, en unos tantos años atrás, se instaló en la aldea con un
negocio de estancos y abarrotes, tan popular en nuestras aldeas, proporcionando
aquello que constituye lo indispensable para el poblado.
Gozaba de la edad florida de
los veinte años, sobrellevando en su rostro el afán orgulloso de las bolsiconas
del sur, las facciones bellas, color trigueño, ojos cafés, brazos tornasolados y fuertes hechos de barro andino
y tostados con el sol temperamental de nuestra tierra; pechos pronunciados y
caderas lo suficientemente anchas, como para sostener sus típicas folleras. Era
la mujer codiciada sobre todas las demás; su elegancia en el trato, sus
facciones bellas, su delineación graciosa adornada con el carácter
temperamental y atractivo, hicieron de la Bolsicona la mujer admirada.
Dice la tradición, que de sus
hermosos ojos claros, desprendía
miradas ardientes de pasión, que obligaban reverenciar la hermosura de
aquellos ojos; de sus labios deliciosamente delineados y pulcramente femeninos,
despedía cierta dulzura en la expresión, que infundía sumisión amorosa; su
cabello seductor y brillante, su rostro encendido de juventud, producía
admiración cariñosa; y la delineación graciosa de su pecho y el porte gallardo
de sus caderas despertaban codicia.
La causa misma por la que
este hogar integrado por Joaquín, Florinda y Lola, abandonaron el suelo natal y
emigraran al norte, fue de carácter comercial.
Vinieron antes, cuando Lola
era niña todavía, llegaron hasta la Villa vendiendo naranjas y generalmente
frutas que traían desde Buruhuayta, muy cerca de su natal «Guano»; y mientras
sus padres buscaban el sustento diario por medio de la honradez del trabajo,
«Lolita» se desarrollaba en medio de la
niñez desamparada, desocupada, analfabeta y hasta corrompida de la «Villa», y
entrada a la edad de la adolescencia, sus padres abandonaron la ciudad, el
comercio, el peligro de su hija, retirándose a vivir más al campo, hacia las
faldas del Imbabura, en la tierra sagrada de «Pumawarmi» Caranqui. Se compraron
una casita, un solar de tierras y se quedaron a vivir gozando de la
tranquilidad pueblerina el resto de sus días; se arraigaron tanto en la aldea,
que a pesar de haber sido considerados desde el principio «forasteros» y
apellidados por sobrenombre «los puendos», «los guaneños» y su hija «la
Bolsicona», con el transcurso de los años fueron tratados como auténticos
aldeanos de esta típica comarca.
Transcurrieron los años y
Lola se miró extasiada en el éxtasis gracioso de la juventud y sintiéndose una
perfecta mujer, con la preocupación subgéneros de todas ellas, comprendió que
por la exigencia y el rigor de sus padres, había estado olvidándose de dar
pábulo a la inquietud de su corazón de joven, orgullosa, y altiva, pero siempre
sonriente, dio comienzo a la tarea de «parar oídos a las frases de amor».
Era el encono de todos los
hombres que para suerte suya le conocieron. Se atrevió en cálidos amores con
Hilario, el cholo más altivo e inteligente de la aldea.
Y como la copla de la región
dice:
Un cholo ha muerto de amor
Por una chola de aquí
Como cholita nací
También por él, muerta fui.
Se amaban con amor infinito;
y en sus horas de romántica tertulia:
- Me amas? - le interrogaba
ella; y él, delirante añadía: - Oh Lola mía, eres todo un sueño, mujer hermosa,
eres mi vida misma ¡te adoro ¡... parece que el cielo en un instante de amor se
ha detenido, porque sueño que tú eres el cielo y que el cielo es mío -
Así se amaban.
Muy a menudo cruzaban los
senderos de la aldea, entrelazados sus brazos, juntos sus pechos amorosos,
sonrientes, demostrando en las facciones de sus rostros la entera satisfacción
de amarse.
Pero, una
mañana...............
Escuchó su nombre,
pronunciado más con pasión hartera, que con cariño.
- ¿Lola?- decía una vos ronca- Por
dios te digo que eres lo que nosotros llamamos guapa... ¿te atreverías a
amarme? -
Era el viejo hacendado, Don.
Agustín Lozano, el impertinente de sus amores. Con el rubor de sus pocos años,
la Bolsicona, se quedó en silencio y se retiró del lugar.
Desde esa mañana, fue siempre
perseguida por el viejo. Hasta que una vez, arrebatada de coraje dijo;
- Don. Agustín...cree Ud. que
le merezco?... entienda que tengo alguien, quien me ama a mi manera, alguien
quien acorta con su amor la existencia y el aliento de mi alma -
- Quién? - dijo furioso Don
Agustín (tomándole del cuello) -
- Hilario Vargas... - dijo serenamente la Bolsicona -
- ¡Aja ¡... con que tú, que
no tienes la suficiente libertad, ni para vivir tu misma, amando a quién no
debes...no? -
- Cree Ud. que mi vida
depende de su ambición? -
- A que sepas que sí... Tú
padre desde que llegó aquí, pasó a ser mi gañán, porque vive en la aldea que yo
dirijo y trabaja para mí -
- Y de dónde tanta autoridad
y poderío? -
- Mi rango y mi plata
hijita... Y no te admires que si tu sales con la tuya de casarte con el longo
del Hilario, vengas a ser también tu mi gañan, y a tu joven esposo lo envíe al
trabajo y a ti pueda disponerte, querida -
Se ruborizó en iras la Bolsicona
y rompiendo furiosa dijo:
- Viejo infeliz... tendrá la
hombría de hacer eso con otras mujeres, pero no con la familia de mi padre
honrado -
- Calla un poco la boca -
dijo sarcásticamente - Lo hice con tu madre, donosa, pero ahora la vieja ya no
me sirve y me gustas tú preciosa -
Lloró Lola Imbaquingo y ante
tan crueles palabras, sintió - por primera vez desgarrarse el corazón.
Se dirigió hacia su ser
querido y allí estaba, alegre y sonriente.
- Porque Lloras? -
- Porque Don. Agustín me...
(Quiso narrar lo acontecido, pero no continuó) y se calló... y no conto lo
sucedido, quién con amor propio y con garras de hombre hubiera exigido la
enmienda del que malintencionadamente procedía.
Se calló... Por temor? ... A
veces el amor nos vuelve recelosos y más aún tímidos... Por prudencia? ... Es
difícil que el amor sea prudente. Pero, se calló aquello que para más tarde
pudiera constituir su ruina.
- No Lolita mía - decía
Hilario - ya sé porque lloras... Quizá el viejo le dio malos tratos a tu padre
-
- Sí, dijo... sonriéndose y
acariciando el rostro de su amado.
La indiscreción de Don
Agustín Lozano, seguía en auge; y cuando de pasiones del instinto se trata, el
hombre como animal, es constante.
Un día gritaba borracho en
presencia de su mujer y de sus hijos:
- Hijos de perra ¡... La Lola
¡... La Bolsicona ¡tiene que ser mía... aunque sea desapareciéndole al indio
cabrón del Vargas -
Y montando en su caballo,
tomó una pistola, salió con dirección a la aldea.
Todo el trayecto del camino
que une a la hacienda con la aldea; fue de insultos, de recriminaciones y de
risas sin sentido de un borracho.
Se aproximaba a la casa de la
Bolsicona y meditando un poco, el hombre frenó a su caballo, sacó de la funda
su pistola y manteniéndola en alto continuó en su carrera.
- Que salga el más macho ...
el que se ha cruzado en mi camino.... el infeliz del Vargas que se ha metido en
cosas que le van a costar caro ¡¡¡ ....Ufff ¡¡ ... Cholos infelices ... indios
gañanes ... longos salvajes .... No me sirven ninguno porque todos son
maricones, estúpidos ¡-
Así regañaba el viejo y,
reconociéndole apenas a la madre de Hilario, que para mala suerte cruzaba la
plaza con dirección al hogar, le propinó un golpe con la «taraba» de su
cabalgadura a manera de patada y estropeándole con los cascos del animal,
déjale en un charco de sangre; agonizante se retorcía sobre el lecho de su
dolor inesperado. Mientras que el viejo Agustín, disparando al aire, se
retiraba, más bien, huía como un vulgar criminal.
CONTINUARA..........