LA GUANEÑA BOLSICONA, SAHUMADORA, ÑAPANGA De: José Gonzalo Páez (Caranqui, marzo 1962)

 


I

 

Sucedió en una comarca feliz de Imbabura, en la aldea llamada Santa María, en donde se deslizó como las aguas dulces de un torrente, un amor campesino.

 

Era una aldea silenciosa, adornada con fondo musical y melodioso de la vida que transcurre en la rutina diaria del trabajo; altivo sonreír del campesino. Vivían aquí, alrededor de unas ochenta familias de ascendencia aborigen, por lo que conservaban costumbres típicas y comunes, tradiciones regionales y hasta un lenguaje de cierta tonalidad en su expresión, conformado por un gracioso quichuismo.

 

La población se extendía hacia el S.E. de Caranqui, gozaba de callecitas angostas y sombrías, cubiertas de crises arenales polvorientas en verano y de pardos lodazales en invierno. Una plaza, la principal, y propiamente un potrero al descubierto, lleno de hierbas, donde pasan públicamente asnos y ovejas. Casitas solariegas, místicamente poéticas, ubicadas a ciertos metros de intervalo y cada una, con alguna porción de tierras de labranza, blancas las unas y grises con un color natural de tierra las otras. Una escuela con banquitas de barro y sin más higiene para los niños que la del «campo libre». La casa parroquial, inhabitada porque estaba a cargo del mismo Párroco de Caranqui y la Iglesia de torres medianamente altas, sin más rasgo artístico que la de ser puntiagudas.

 

A los costados de la población se extendían enormemente amplias las tierras de labranza y hacia el N.E., la hacienda de don Agustín Lozano, acaudalado «pastuso», y cuyos familiares eran «cacharreros» de Popayán a Quito.

 

En una tarde polvorienta, llegaban a sus hogares los pastores con sus rebaños y sus perritos «choco», los labradores con el arado al hombre y con sus mustios y cansados bueyes uncidos al yugo; llegaban las señoras de la aldea, unas guapas cholas con leños  sobre sus espaldas, para la «tulpa», que traían desde el monte y un poco de hierba para los cuyes sobre sus brazos; y, al último de cada grupo campesino, la «guagua» o el guagua que da lo mismo, viene sobre las espaldas de la hermana mayor, porque en la pobreza del campo no existiendo muñecas dormilonas para las hijas hembras, aprenden a jugar con el entretenimiento de los hermanos pequeños.

 

Así, todos, envueltos en una crepuscular algarabía, llegan, levantando las polvaredas de los caminos, dejadas por los fuertes soles de agosto y septiembre.

 

La tarde iba cayendo en el ocaso, los rayos del sol perdonase angustiosos detrás de la muralla incólume que forma el Cota cachi; el cielo se cubría de armoniosas coloraciones violeta y rosa, las aves se retiraban entumidas de los ebrios y aun el torrente, se dejaba oír rumoroso, bajo el céfiro de los últimos destellos de la tarde que moría. Todo el paisaje blando de la aldea iba tornándose poco a poco, en el místico monasterio de la noche.

 

En la hora en que ya comenzaban a desfilar las espirales de humo de las chimeneas de las casas, el gallo de la casa de Joaquín Imbaquingo, todas las tardes  desde una rama alta del árbol de higuerilla en el que dormía , aleteando fuertemente emitía un gallardo canto. Pero esta tarde, hizo ciertos gargareas, como los que hacen los gallos cuando se encuentran aterrados ante el peligro de que el gavilán se robe a sus pollitos.

 

En el corredor de la casa, Joaquín, un anciano abrumado por el peso de los años, alto, fornido, con un rostro que reflejaba la expresión amable de la vida, con las piernas extendidas, torcía unas pequeñas sogas, alzando la tez y frunciendo el ceño, con una mirada desafiante y una cierta  quietud dijo:

 

- He ¡...Mira ¡ ya ha salido la orgullosa (dijo una de ellas; atentas las miradas, que no alcanzan a mirar sino en un cincuenta por ciento de lo normal)

 

- Pero cómo?...No está nada? - contesto otra-

 

- Que no està nada...y que quieres que esté? -

 

- Preñada pues ¡-

 

- Uhh ¡...Claro pues hija...No ves que estos puendos del Sur tienen remedios de cayapas hasta para abortar? -

 

La Bolsicona escucho todo el diálogo, pero silenciosa, siguió respirando el aire polvoriento del camino.

 

Una vez llegada a la Iglesia, hizo el gesto del publicano, se arrodilló en uno de los rincones del templo.

 

Llegó el momento del Sermón y:

 

- Amadísimos hnos., en nuestro Señor Jesucristo. Este día es de recordación para los hombres de lo efímera que es la vida y de lo insignificante que es este cuerpo en esta trayectoria feliz o desgraciada que se llama vida; vosotros Hnos. míos vivís una vida de sosiego, de trabajo cotidiano, una vida de preocupación...etc. etc....Pero me preocupa Hnos. míos el cambio que en esta parroquia se está experimentando, un cambio en la  manera cristiana de los pobladores; se roba el sustento de los hijos; se quita el honor de las familias; se atenta contra la tranquilidad de los prójimos etc.etc...Ayer nomás hacía referencia a lo grave que es y a las funestas consecuencias  que trae a los hogares, la incomprensión de los hombres, pero el pecado es fácil de cometerlo y es difícil de repararlo etc.etc...(Hablaba, hablaba el Sacerdote y los fieles comenzaron distraerse y a no atender las explicaciones y razonamientos del orador; de acuerdo al principio que «hay que oír mucho para no entender nada», los fieles notoriamente fatigados fueron vencidos por el sueño)...Hay Hnos. míos de las almas acorazadas con el hierro del vicio, del pecado, de la corrupción de las costumbres, del deseo ardiente de lo humano, del amor de lo profano...etc.etc...(El fin, habló  tanto blablablabla, que se escuchó de entre los fieles, el «ronquido» de alguna anciana que se dormía mal acomodada)

 

Diremos que de lo mucho que habló casi nadie le atendieron, peor le entendieron.

 

El anciano Sacerdote, comprendió la situación de los fieles, vio que dormían mientras él se desgañitaba hablando buenamente, entonces sacando el pañuelo estornudó con fuerza, para ver si de esa manera salían del insomnio en que se encontraban todos, no alcanzando lo que pretendía con os estornudos, guardó silencio, y, se quedó profundamente callado, los aldeanos movieron las cabezas como tratando de reincorporarse; entonces, dijo gritando:

 

- Helo ahí¡¡...crucificado¡¡...aparentemente conforme  en el suplicio de su cruz...Y  los hombres?...Hay¡¡ los hombres¡¡...como bestias se encuentran dormitando la felicidad de sus necesidades corporales; después del sueño apetecido en este mismo lugar consagrado al culto del señor, tendréis hambre y buscaréis que comer...No, Hnos. míos evitemos  las sendas del mal y busquemos solamente los senderos del bien y su justicia...Pero yo sé, que aquí, en esta parroquia, en este reducido número de cristianos, se reclina en el altar de la impureza, se arrastra en el vicio, se hace la entrega miserable del cuerpo por la satisfacción del instinto, se fomenta el pecado y se vive en el fango del  mismísimo adulterio¡¡¡.....Y para colmo de males organizan esta clase de desmanes, gentes ajenas a las de origen cristiano de esta parroquia.

 

En este instante, la Bolsicona se vio recluida en la observación de todas las miradas concentradas sobre la humildad de su persona. Pero, no perdía aún la perspicacia de su inteligencia y pensó para sus adentros: ( Saldré inmediatamente de este lugar, puesto que si me detengo un instante más, daré lugar a que me observen con mayor  detenimiento, y se prometió para sí, no ir nunca más a la Iglesia, mientras esté de párroco el cura  ese). El cura, no tenía el mea-culpa de sus frases porque lo hizo, informado únicamente y exigido diremos, por la caterva de cotorras (las viejas) del pueblo en contra de la Bolsicona...Cuando ya estuvo en la seguridad de su casa, reclinó la cabeza sobre el pecho y sobre su propia incomprensión, lloró una vez más su mala suerte.

 

- Hay...gallo pendejo...siempre a las seis de la tarde, con tus gargareos, haces creer que le miras al diablo...vendrás con tus lisonjas brutas...Oís Florinda...Que será? de nuestra lolita, no llega?...Me muero la mujer ya es madura pero no pasque le entra la razón...Mmmmm?, hasta cuando también se lidiará con esta mujerona que Dios nos ha dado no Florindita?...

 

En el mismo instante, en que Joaquín hacía esta preguntas, «Lolita» la «donosa», como le decían sus admiradores venía desde Caranqui, con una canasta de pan de maíz sobre sus hombros y con un hermoso chal verde sobre su caballera, su atuendo se componía por un bolsicón y una camisa de ornamentación arabesca. Sobre la camisa se colocaba un chal y un rebozo. Un elemento característico son los bolsillos que porta su bolsicón. Los tejidos eran de bayeta, satén, algodón franela o terciopelo, predominando los vivos colores primarios que resaltan al ser contrapuestos con el blanco de la blusa y las enaguas. Entre sus accesorios se destacan los aretes, collares, gargantillas, anillos, tocados con cintas en la cabeza y brazaletes -especialmente- de cuentas de color rojo. Sobresale su pierna bien torneada, los pies desnudos son tan rosados y tan delicadamente modelados, con sus trenzas largas y cuidadas con infinidad de cosméticos.

 

Esta mujer alta, y agradable, propiamente era una bolsicona. Vino a radicarse en el Norte, desde uno de los pueblos del Sur, en unos tantos años atrás, se instaló en la aldea con un negocio de estancos y abarrotes, tan popular en nuestras aldeas, proporcionando aquello que constituye lo indispensable para el poblado.

 

Gozaba de la edad florida de los veinte años, sobrellevando en su rostro el afán orgulloso de las bolsiconas del sur, las facciones bellas, color trigueño, ojos cafés, brazos  tornasolados y fuertes hechos de barro andino y tostados con el sol temperamental de nuestra tierra; pechos pronunciados y caderas lo suficientemente anchas, como para sostener sus típicas folleras. Era la mujer codiciada sobre todas las demás; su elegancia en el trato, sus facciones bellas, su delineación graciosa adornada con el carácter temperamental y atractivo, hicieron de la Bolsicona la mujer admirada.

 

Dice la tradición, que de sus hermosos ojos claros, desprendía   miradas ardientes de pasión, que obligaban reverenciar la hermosura de aquellos ojos; de sus labios deliciosamente delineados y pulcramente femeninos, despedía cierta dulzura en la expresión, que infundía sumisión amorosa; su cabello seductor y brillante, su rostro encendido de juventud, producía admiración cariñosa; y la delineación graciosa de su pecho y el porte gallardo de sus caderas despertaban codicia.

 

La causa misma por la que este hogar integrado por Joaquín, Florinda y Lola, abandonaron el suelo natal y emigraran al norte, fue de carácter comercial.

 

Vinieron antes, cuando Lola era niña todavía, llegaron hasta la Villa vendiendo naranjas y generalmente frutas que traían desde Buruhuayta, muy cerca de su natal «Guano»; y mientras sus padres buscaban el sustento diario por medio de la honradez del trabajo, «Lolita» se desarrollaba  en medio de la niñez desamparada, desocupada, analfabeta y hasta corrompida de la «Villa», y entrada a la edad de la adolescencia, sus padres abandonaron la ciudad, el comercio, el peligro de su hija, retirándose a vivir más al campo, hacia las faldas del Imbabura, en la tierra sagrada de «Pumawarmi» Caranqui. Se compraron una casita, un solar de tierras y se quedaron a vivir gozando de la tranquilidad pueblerina el resto de sus días; se arraigaron tanto en la aldea, que a pesar de haber sido considerados desde el principio «forasteros» y apellidados por sobrenombre «los puendos», «los guaneños» y su hija «la Bolsicona», con el transcurso de los años fueron tratados como auténticos aldeanos de esta típica comarca.

 

Transcurrieron los años y Lola se miró extasiada en el éxtasis gracioso de la juventud y sintiéndose una perfecta mujer, con la preocupación subgéneros de todas ellas, comprendió que por la exigencia y el rigor de sus padres, había estado olvidándose de dar pábulo a la inquietud de su corazón de joven, orgullosa, y altiva, pero siempre sonriente, dio comienzo a la tarea de «parar oídos a las frases de amor».

 

Era el encono de todos los hombres que para suerte suya le conocieron. Se atrevió en cálidos amores con Hilario, el cholo más altivo e inteligente de la aldea.

 

Y como la copla de la región dice:

 

Un cholo ha muerto de amor

Por una chola de aquí

Como cholita nací

También por él, muerta fui.

 

Se amaban con amor infinito; y en sus horas de romántica tertulia:

 

- Me amas? - le interrogaba ella; y él, delirante añadía: - Oh Lola mía, eres todo un sueño, mujer hermosa, eres mi vida misma ¡te adoro ¡... parece que el cielo en un instante de amor se ha detenido, porque sueño que tú eres el cielo y que el cielo es mío -

 

Así se amaban.

 

Muy a menudo cruzaban los senderos de la aldea, entrelazados sus brazos, juntos sus pechos amorosos, sonrientes, demostrando en las facciones de sus rostros la entera satisfacción de amarse.

 

Pero, una mañana...............

 

Escuchó su nombre, pronunciado más con pasión hartera, que con cariño.

 

- ¿Lola?- decía una vos ronca- Por dios te digo que eres lo que nosotros llamamos guapa... ¿te atreverías a amarme? -

 

Era el viejo hacendado, Don. Agustín Lozano, el impertinente de sus amores. Con el rubor de sus pocos años, la Bolsicona, se quedó en silencio y se retiró del lugar.

Desde esa mañana, fue siempre perseguida por el viejo. Hasta que una vez, arrebatada de coraje dijo;

 

- Don. Agustín...cree Ud. que le merezco?... entienda que tengo alguien, quien me ama a mi manera, alguien quien acorta con su amor la existencia y el aliento de mi alma -

 

- Quién? - dijo furioso Don Agustín (tomándole del cuello) -

 

- Hilario Vargas...  - dijo serenamente la Bolsicona -

 

- ¡Aja ¡... con que tú, que no tienes la suficiente libertad, ni para vivir tu misma, amando a quién no debes...no? -

 

- Cree Ud. que mi vida depende de su ambición? -

 

- A que sepas que sí... Tú padre desde que llegó aquí, pasó a ser mi gañán, porque vive en la aldea que yo dirijo y trabaja para mí -

 

- Y de dónde tanta autoridad y poderío? -

 

- Mi rango y mi plata hijita... Y no te admires que si tu sales con la tuya de casarte con el longo del Hilario, vengas a ser también tu mi gañan, y a tu joven esposo lo envíe al trabajo y a ti pueda disponerte, querida -

 

Se ruborizó en iras la Bolsicona y rompiendo furiosa dijo:

 

- Viejo infeliz... tendrá la hombría de hacer eso con otras mujeres, pero no con la familia de mi padre honrado -

 

- Calla un poco la boca - dijo sarcásticamente - Lo hice con tu madre, donosa, pero ahora la vieja ya no me sirve y me gustas tú preciosa -

 

Lloró Lola Imbaquingo y ante tan crueles palabras, sintió - por primera vez desgarrarse el corazón.

 

Se dirigió hacia su ser querido y allí estaba, alegre y sonriente.

 

- Porque Lloras? -

 

- Porque Don. Agustín me... (Quiso narrar lo acontecido, pero no continuó) y se calló... y no conto lo sucedido, quién con amor propio y con garras de hombre hubiera exigido la enmienda del que malintencionadamente procedía.

 

Se calló... Por temor? ... A veces el amor nos vuelve recelosos y más aún tímidos... Por prudencia? ... Es difícil que el amor sea prudente. Pero, se calló aquello que para más tarde pudiera constituir su ruina.

 

- No Lolita mía - decía Hilario - ya sé porque lloras... Quizá el viejo le dio malos tratos a tu padre -

 

- Sí, dijo... sonriéndose y acariciando el rostro de su amado.

 

La indiscreción de Don Agustín Lozano, seguía en auge; y cuando de pasiones del instinto se trata, el hombre como animal, es constante.

 

Un día gritaba borracho en presencia de su mujer y de sus hijos:

 

- Hijos de perra ¡... La Lola ¡... La Bolsicona ¡tiene que ser mía... aunque sea desapareciéndole al indio cabrón del Vargas -

 

Y montando en su caballo, tomó una pistola, salió con dirección a la aldea.

 

Todo el trayecto del camino que une a la hacienda con la aldea; fue de insultos, de recriminaciones y de risas sin sentido de un borracho.

 

Se aproximaba a la casa de la Bolsicona y meditando un poco, el hombre frenó a su caballo, sacó de la funda su pistola y manteniéndola en alto continuó en su carrera.

 

- Que salga el más macho ... el que se ha cruzado en mi camino.... el infeliz del Vargas que se ha metido en cosas que le van a costar caro ¡¡¡ ....Ufff ¡¡ ... Cholos infelices ... indios gañanes ... longos salvajes .... No me sirven ninguno porque todos son maricones, estúpidos ¡-

 

Así regañaba el viejo y, reconociéndole apenas a la madre de Hilario, que para mala suerte cruzaba la plaza con dirección al hogar, le propinó un golpe con la «taraba» de su cabalgadura a manera de patada y estropeándole con los cascos del animal, déjale en un charco de sangre; agonizante se retorcía sobre el lecho de su dolor inesperado. Mientras que el viejo Agustín, disparando al aire, se retiraba, más bien, huía como un vulgar criminal.

 CONTINUARA..........